Esta semana perdimos una pieza importante de la familia Andreoli: la tía Agnese, hermana de mi padre, nos ha dejado.

Era una mujer muy activa y extremadamente inteligente. Me acuerdo sus mejillas rojas y la carcajada perpetua, la cara redonda y los maravillosos ojos azules que afortunadamente han sido herencia de mi hija Martina.

Nacida en el ’36, no había podido seguir estudiando después de la escuela primaria por falta de dinero y porque entonces simplemente no se solía educar a las mujeres, sin embargo esto no la había parado.

Se casó y tuvo hijos, como era habitual en esos tiempos, pero siguió leyendo y manteniéndose informada toda su vida. El último libro que me prestó era Homo stupidus stupidus escrito por el psiquiatra Vittorino Andreoli. Le había gustado muchísimo y, cuando se lo devolví, hasta me comentó unos pasos de los que se acordaba perfectamente y que consideraba como una fiel descripción de la sociedad moderna.

Era autodidacta en todo: además que en la lectura, había aprendido  a hacer patchwork y punto de cruz, a coser, a tejer, a cocinar y creaba y creaba constantemente colchas, jerséis, cuadros. Le gustaba revolucionar las recetas de cocina clásicas, adaptándolas a sus gustos, como el famoso tiramisú con queso fresco, para hacerlo más ligero.

Durante su funeral, Alessandra, su amada nuera, la recordó con unas bonitas palabras. Las que más me llamaron la atención fueron “Agnese daba valor a las cosas cotidianas”, que al fin y al cabo quiere decir que ponía amor en todo lo que hacía y Dios sólo sabe que no paraba nunca. Si íbamos a verla siempre se recomendaba que la avisáramos antes para que le diera tiempo de preparar su estupendo pastel de arroz. Cuando le pedí que me hiciera un chal de lana blanca para mis cursos de Registros Akáshicos me entregó una verdadera obra de arte. Todas las veces que pasábamos por su casa volvíamos cargados de huevos, tomates y kiwis, porque obviamente, no obstante los años y los achaques, criaba gallinas, cultivaba la huerta y cuidaba las flores del jardín.

Ella fue una de las primeras mujeres de su edad en sacarse el carnet de conducir porque su marido no tenía y vivir en un pueblo tan aislado sin coche hubiese sido bastante complicado. Cuando fue demasiado mayor para conducir, se subía al bus del pueblo y se iba por ahí arrastrando a su hermana Rita. Juntas se iban a la ciudad para cortarse el pelo y comprar algún “giprano”, término que se refería a cualquier cosa no indispensable y un poco excéntrica, desde la chaqueta de colores chillones a unos adornos de cerámica.

Esta tarde, a la vuelta del cementerio, nos reunimos en su cocina a tomar té y nos dimos cuenta que nadie se había preocupado de apuntar la receta de su famoso pastel de arroz con el que nos daba la bienvenida a cada visita. Fue un poco como volverla a perder… Estábamos todavía anonadados cuando Elisabeth, la vecina canadiense, levantó la mano diciendo “La tengo yo”. Su marido nos regañó un poco “Los italianos tenéis unas tradiciones maravillosas, pero ¡las dais por hecho! ¡No os preocupáis de preservar su memoria!”. Tiene toda la razón, a menudo somos perezosos e indolentes o simplemente creemos que nuestros familiares vivirán para siempre. Afortunadamente para nosotros, esta vez el pastel de arroz de la tía está a salvo y, si es verdad que las personas siguen viviendo en la memoria de los que les recuerdan, tendremos a la tía Agnese para rato.

 

Imagen de portada de Martina García Andreoli

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