Vivimos días terribles. Encerrados en casa, el número de contagiados y fallecidos por Coronavirus-19 por las nubes, las imágenes del ejército que saca los ataúdes de la ciudad de Bergamo, los relatos de médicos, enfermeros, policías, empleados de supermercados obligados a trabajar al límite de las fuerzas y sin casi la mínima protección que garantice su salud.

La moral fluctúa varias veces durante el día, pasamos de la alegría al llanto en cero coma cero, intentamos compensar la falta de contacto físico con canciones cantadas a todo trapo desde la terraza en la esperanza de sentir un poco de calor humano, de sentirnos un poco menos solos.

Algunos siguieron las reglas de cuarentena impuestas por el gobierno desde el minuto uno, otros más rebeldes han necesitado más tiempo, pero poco a poco las noticias dramáticas del telediario sembraron la semilla del miedo  y eso pudo con sus ganas de libertad. Otros, desgraciadamente, son sin esperanza: salen tranquilamente y, en algunos casos, se han desplazado a otras zonas para abrir sus segundas casas. Me gustaría pensar que realmente no se dan cuenta que actuando así ponen en peligro todo un pueblo, pero desgraciadamente creo que tendré que rendirme a la teoría de mi amiga María José que considera que hay personas que viven y sienten raro, donde raro significa “yo, yo y otra vez yo”.

Sólo llevamos diez días de confinamiento y ya se caldean los ánimos. Nos enfadamos con quien compra mucho en los supermercados porque no piensa en los otros clientes, pero al mismo tiempo nos enfadamos con el que compra poco cada día porque sale mucho. Nos enfadamos con quien lleva el perro a mear veinte veces al día y con los que salen a hacer deporte. Somos víctimas de toneladas de noticias falsas que inundan las redes sociales: hacer vahos que ayuda a combatir el virus¡no hagáis vahos que empeora el asma!

Estamos encerrados en casa sin trabajar (la mayoría de nosotros) y acabamos el día más cansados que antes, sin embargo es un cansancio mental y emocional, no físico.

Somos víctimas de nuestros miedos más recónditos: la enfermedad, la muerte, la soledad. En el caso de este virus cruel, los miedos son elevados a la máxima potencia porque aquí la gente se enferma y se muere en soledad. Las personas se van sin la posibilidad de ser cuidadas y despedidas por sus familiares, de tener un funeral digno. Son miedos constantes que están moviendo nuestro subconsciente y nos empujan a una danza esquizofrénica que nos hace cantar y gritarnos “¡buenas noches!” desde las ventanas o atacar cualquier conducta que consideremos inapropiada.

Este sólo es el décimo día de cuarentena y tiene toda la pinta de ser una carrera de fondo que no durará pocos días. Esta prueba ha llegado a nuestras vidas para enseñarnos a mirarnos dentro y reconocer las emociones que se agolpan en nuestro corazón. Cuando las identifiquemos y elaboremos, seremos libres de sentirlas sin ser dominados por ellas. Si pensáis que es difícil identificarlas os aconsejo un ejercicio yoga infalible y viejo como el mundo: quedados en silencio, cerrad los ojos y respirad. Centraros sólo en la respiración, a cada inhalación y exhalación vuestras emociones aflorarán y podrán ser reconocidas.

No puedo pensar en un deseo mejor en un momento como este. A las personas ingresadas en los hospitales y conectadas al oxígeno, a las madres encerradas en casa con niños pequeños, a los ancianos solos agobiados por las noticias, a los operadores sanitarios agotados y desmoralizados, a los que han perdido el trabajo y ven todo negro: respirad, os suplico, respirad.

 

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